EL
JUEVES SERÁ OTRO DÍA
En la pequeña sala de espera había
como veinte personas mayores de setenta años. Dos o tres ocupaban las pocas
sillas maltratadas que aún existían, los de más permanecían de pie. Una mesa en
el centro de la casucha servía de escritorio
al joven apuesto que trabajaba como secretario del doctor. Al fondo estaba el
único consultorio y justo a su lado, el baño, sin puerta, sucio y despidiendo
un olor que a leguas anunciaba su mal estado.
Cada jueves estaba allí aquel grupo de
ancianos. Iban en busca del único médico que llegaba al batey tan sólo una vez
por semana. Los males eran los mismos: diabetes, artritis, asma… Así que el
doctor los conocía casi a todos y les recetaba las mismas medicinas que nunca
podían conseguir.
Los ancianos habían trabajado toda su
vida en el corte de caña. Hombres y mujeres
dieron sus fuerzas al amargo cultivo de la planta dulce. A pesar de que
sus manos ya les temblaban y sus ojos están apagados ellos anhelaban volver al
trabajo, pero ya no había caña.
Eran casi las once de la mañana y el
doctor no llegaba, pero los pacientes no parecían extrañados. El ambiente era
completamente nauseabundo pero ninguno de ellos tenía cara de asco, y aunque
las moscas se posaban en sus negros rostros ya arrugados no hubo uno que
levantara la mano para espantarlas. Parecía que aquellos insectos llegaban
oportunamente a realizar lo que los haitianos no habían hecho en sus casas por
falta de agua potable.
El joven del escritorio se aburría de
estar en nada, tomaba su teléfono celular para teclearlo por un momento,
escuchaba música, iba al descuidado baño y el doctor no llegaba.
Cuando el cansancio se apoderó de los
pacientes, los que estaban de pie simplemente se sentaron en el aquel piso
sucio y al cabo de unos minutos tanto
los de las sillas como los del suelo estaban rendidos en un sueño que no duró
ni media hora.
Ellos no conocían el significado de la
palabra despensa así que nada comieron antes de salir de casa en las primeras
horas de aquella mañana. El hambre comenzaba a crecer pero ellos no tenían
dinero, además, no lo necesitarían porque los pocos colmados que quedaban
todavía en el batey ofrecían solamente algo de arroz y habichuela para aquellos
que contaban con la dicha de recibir algunos centavos de los hijos que habían
emigrado a las ciudades cercanas en busca de oportunidades.
Cuando la tarde se hacía presente y el
ardiente sol del batey comenzaba a enfurecerse el buen muchacho del escritorio
levantó la cabeza y vio que por fin el doctor llegaba. Era un señor de unos
cuarenta años que no tuvo éxito como médico de la ciudad y consiguió que el
gobierno lo asignara a la plaza que dejó vacante el viejo galeno de sesenta
años que murió de un infarto tres años atrás.
Como el fuerte sonido del cansado automóvil del
doctor corroboraba la noticia del joven, todos los ancianos obtuvieron fuerzas
como llegadas del infierno, se convirtieron en animales salvajes y cada uno
luchaba contra su semejante en la afanosa tarea de obtener uno de los primeros
cinco lugares de la extensa fila que comenzaba a formarse frente a la estrecha
puerta del consultorio.
El doctor entró cabizbajo y con su
ropa descuidada. Parecía que había pasado largas horas reparando el viejo
automóvil para poder trasladarse a su puesto de trabajo. Las suelas de sus
zapatos estaban gastadas. Su cabeza necesitaba un corte de pelo y la correa que
rodeaba su mediana cintura había perdido ya su color.
Cuando estuvo parado frente a sus
pacientes no saludó a ninguno. Se limitó solamente a mirar por largo rato a
cada uno de los que allí estaban. Se acercó a la libreta, leyó cada uno de los
nombres que el muchacho había anotado, volvió a mirar las caras y, como
relacionando cada nombre con su dueño, pegaba los ojos otra vez en la libreta
para volverlos a quitar y fijarlos en las personas de la hilera. Repitió este ejercicio tantas
veces que ya parecía que el tiempo se detenía en aquel pequeño espacio.
Miró su reloj y confirmó que el de la pared aún funcionaba.
Eran las tres y treinta minutos. Parecía pensar
que en el batey hasta las baterías del reloj estaban hechas para
soportar el peso de años de miseria.
El médico miró entonces al joven y le hizo la señal acostumbrada y,
cuando este se disponía llamar al primer paciente escuchó que su jefe le pedía
un vaso de agua.
–No doctor, no tenemos agua. El botellón está
vacío.
–Pero
¿Por qué no has comprado agua si pasas todo el día en nada?–pregunto el galeno, evidentemente
enojado.
Entonces el muchacho trató de quedarse
callado para evitar una discusión con el ya amargo doctor, pero como insistía
con su pregunta no tuvo más remedio que contestarle.
–Tenía cinco días guardando cincuenta pesos
para comprar el agua, pero en ningún colmado conseguí y esta mañana pasó el
camión proveedor pero ya había tomado el dinero prestado para comprar un pan de
maíz porque aún no me pagan el salario del mes pasado.
–Pues
dame de la pluma–
gritó el doctor
–Lo siento, desde la semana pasada no
llega el agua–volvió
a contestar el joven.
Cuando la última palabra de la funesta
cadena hablada salió de la boca del muchacho, el doctor dio un golpe violento
en su polvoriento escritorio y, repleto de rabia gritó:
–Solamente
voy a recibir a cinco pacientes.
Ante la resolución del médico la
cansada fila se volvió un desastre. Otra vez se armó la lucha salvaje. Los trozos
de palo que servía de bastones se convirtieron en cuernos, las cajas de diente
se hicieron colmillos, las uñas negras y gastadas ocuparon el lugar de afiladas
garras. Cada cuerpo era una pila de músculos listos para defender la única
oportunidad de ser vistos por él médico del batey. El doctor y su asistente
hicieron todos los esfuerzos del mundo por calmar la situación, pero nada
parecía funcionar.
Cinco minutos duró la pelea pero todos
pensaban que se trato de varias horas. Al final, la vieja camisa del doctor
estaba rota por todas partes, el celular del joven se había hecho mil pedazos,
el escritorio estaba con las patas hacia arriba y la puerta del consultorio
casi respondía al llamado de la gravedad.
Cuando el último gozaba de un bien
peleado primer lugar y el del centro disfrutaba la miel del segundo puesto, la
ya provocada ira del profesional de la salud volvió a estallar:
–¡Maldito
“haitianose!” ¡El diablo los va chequear
hoy! ¡Se me van todos de aquí!
Al momento un tumulto de palabras en
español, y patuá estalló en el oído del doctor:
–Papá,
nosotlo te epelé dende eta mañana. ¡Ayida no pol favol.
Pero ya estaba decidido. Como rápido
se sudo la fiebre de la caña, se resolutó que aquel día no habría atenciones
médicas. Cada uno de los ancianos comenzó a marcharse y, acercándose al enojado
doctor le rogaban:
–Untame
una poquita de alcolado aquí pol favol.
Pero él, cansado de todo aquello
simplemente gritataba a todo pulmón
–¡Vallase
maldito haitianose que no hay alcolado!
Y los pacientes, haciendo honor a su
nombre sacudían la cabeza y como en
actitud automática se marchaban diciendo:
–El
jueve va sé otlo día.
Fin
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