martes, 12 de septiembre de 2017

EL MUERTO DE LA PENDIENTE (RELATO CORTO)

_sí, yo lo vi_ Afirmó Luís mientras bebía un trago de la botella que Sacó de uno de los bolsillos traseros de su gastado pantalón fuerte azul. Manolo, el dueño del colmado en el que el hombre de unos sesenta años de edad permanecía sentado, se negaba a creer aquello que le contaba su viejo amigo.

_No sea tan pendejo, no siga creyendo tó la vaina que lo muelto no salen_ decía una y otra vez. _Eso son “cuentue vieja”  pa entretené a lo nieto desinquieto_ concluyó el incrédulo.

En ese mismo instante   entraron  a la pulpería el doctor Andrés y don Carlos, el primero,  por años había acompañado a Luís en sus fiestas y bebidas, amén de que era conocido en el pueblo como un exitoso abogado y el segundo apenas tenía unos meses de haber llegado a la ciudad a trabajar como maestro en una escuela pública.

No  bien afirmaron  las nalgas en un banquillo los recién llegados  cuando se hicieron partícipes  activos de la conversación. El primero en hacer algún aporte fue el hombre de leyes:

 _La gente de  ahora no quiere  creer en nada. Yo recuerdo que una noche de estas caminaba por ese pedacito de calle que hay entre la iglesia Santa Rosa y el ayuntamiento. Era justo cuando la campana del parque comenzaba a anunciar las once de la noche.  Yo  les digo a ustedes que la que éste que está aquí pasó no fue una cosa cualquiera. Se fue la luz y en el instante mismo del apagón escuché a alguien caminando detrás de mí. ¡Anda el diablo pero que cosa que caminaba duro! Miré a la derecha y a la izquierda y no vi ni un alma, así que aliviané los pies y comencé a caminar rápido, pero mientras más rápido caminaba, con más prisa lo hacía quien me perseguía. Lo peor de todo fue cuando oí que me llamaron clarito por mi nombre y como ya sabía que no tenía posibilidad de quedar vivo miré para atrás y no quieran ustedes Saber lo que vi, ¡Qué cosa más espantosa! Si eso no era un muerto yo me quito mi nombre. La suerte que yo me acordé que mi abuela siempre usaba el Padrenuestro para espantar las brujas. Comencé a rezar con los ojos completamente cerrados y cuando le había dado como cinco vueltas a la oración abrí los ojos. ¡Óiganme! yo no sé que se hizo el muerto, lo único que sé es que ya no había nada_

Para cuando Andrés hubo acabado su relato ya se había llenado el espacio de toda suerte de personas que fueron atraídas por aquella terrorífica historia y al instante el maestro de escuela exteriorizó la incredulidad que lo embargaba respecto a lo contado por su amigo:
    
_Miren, no estén creyendo cosas. Los muertos no salen. Yo soy un hombre católico  y el sacerdote de siempre dice que los del más allá no tienen nada que buscar entre los vivos y yo añado a eso que si acaso algún difunto llega a aparecer frente a nosotros nada puede hacernos_

Pareció a la multitud que la intervención del profesional de las aulas era lo más lógico que se había escuchado desde que comenzó a correr el rumor del difunto que aparecía en el parque y que según algunos, en cada aparición asustaba a sus testigos afirmando que estaba ya muerto.

 En el público había una señora cuyo nombre nunca ha trascendido. Vestía ella una falda negra tan larga que hacía imposible que alguien descubra el color o la forma de sus piernas y una blusa blanca de mangas largas abotonada hasta el cuello. Era raro verla sin un pañuelo morado atado cubriendo su cabeza y casi todos coincidían en que comenzó a vestirse así desde que quedó viuda cinco años a tras cuando todavía vivía en San Juan.
    
No se le  conocían hijos u otros familiares, sin embargo una gran parte de las personas más respetuosas afirmaban que la dama se dedicaba a leer las cartas, las manos y la taza del café. Algunos aseguraban que había predicho la muerte del gobernador provincial ocho meses antes y que el senador la visitó cuando andaba en busca de los votos que luego lo llevaron al congreso.

Al acercarse a la multitud, no solamente afirmó que lo del muerto era verdad sino que hasta dijo saber cómo se llamó en vida y de qué forma se convirtió en un ser del más allá. . La gente le abrió un espacio y ella, como quien es invitada a dictar una cátedra a un grupo de estudiantes, comenzó a caminar hacia el centro  mientras decía:

_Ese hombre era un haitiano que de los que vendían en la acera de la iglesia. Se llamaba Jean Baptiste pero al cruzar la frontera comenzó a hacerse llamar Juan. Me dice una amiga mía que vive por esos alrededores que un día él sufrió un accidente cruzando hacia el parque. Supuestamente él llevaba una caja de maníes y cuando calló al suelo todo el mundo le fue encima. Todo el que estaba por ahí comió maní ese día. No se sabe si murió por el accidente o por la avalancha de personas que le fueron encima en busca de la mercancía y  los pesitos que había hecho. Desde ese día su alma anda penando. Mucha gante dice que lo ha visto camino al parque, otros se han topado con él llegando al mercado viejo y otros lo han visto en el patio de la iglesia_

Mientras cada individuo de la multitud sentía como si el corazón luchaba por saltarle del pecho, la mujer toco al doctor Andrés en los hombros en señal de que le cediera el asiento que ocupaba. El jurista quiso interrumpir para contar otro testimonio al respecto pues pensó que la doña le pedía algún refuerzo, pero ella, como quien está más que segura de lo que cuenta, lo empujó de la silla con la nalga izquierda y  continuó:

_Esta que está aquí ha visto ese muerto con estos ojos que se van a comer la tierra. Yo lo vi hace ya unos meses cuando celebraban las fiestas patronales en honor a Santa Rosa de Lima. Estaba sentado en un banco del parque como a  eso de las doce de la noche cuando ya todo el mundo se estaba yendo para su casa. Recuerdo que cuando vi ese caballero vestido de blanco,  en seguida comencé a rezar y fueron tan poderosos mis ruegos que le pasé por el lado y no se pudo ni mover de su asiento, después que dejé de rezar lo escuché voceando “toy muerto y tengo calambre”, “toy muerto y tengo calambre”  y entonces yo le contesté “Vete al infierno alma en pena que los de aquí en la tierra no puedan drenar tus venas”_     

Cuando la señora terminó su historia eran ya las ocho de la noche y estaba muy oscuro. Carlos miró su reloj y creyó que le era prudente partir antes de que se haga muy tarde. Todos se morían de miedo, así que se fueron uno por uno y sin pronunciar muchas palabras.

Carlos llegó a su casa  cerca de las nueve de la noche y su hija mayor le dijo que su madre había llamado hacía unos cinco minutos para que la fuera a recoger frente al edificio del ayuntamiento, pues, el chofer del hotel en que trabajaba como gerente de recursos humanos, solamente podían llevarla hasta ese punto.

El hombre se había mostrado escéptico respecto al asunto del muerto, pero después de escuchar tantas historias sobre el mismo asunto terminó dejándole al pueblo el beneficio de la duda Quiso cavar  en tierra con los ojos, no dijo nada pero buscó dentro de sí algún argumento de los que había usado para rebatir aquello desde que lo escuchó pero nada encontró en su mente. Tenía la cabeza increíblemente vacía y el corazón latiendo a millón. Sin embargo era necesario ir a recoger a su esposa al mismo lugar que, según se decía, era escenario del difunto.

Se fue Carlos caminando lentamente al lugar. De camino solamente traía a la mente la escena del encuentro que tuvo Andrés con el muerto. Pensaba en qué haría cuando se encuentren porque _ decía_ seguramente lo veré, pues, si todos lo han visto, lo más seguro es que yo no me salve.

Cuando llegó al lugar, la campana anunciaba las diez de la noche, su esposa no llegaba, el ambiente era solitario, se fue la luz y él comenzó a desesperarse. Cruzó unas seis veces hacia el parque para luego regresar al lugar de espera.

En ese momento llegó un chofer de los que transportan personas a la capital y Carlos quiso aprovechar su compañía, pero cuando intentó acercarse ya el conductor abordaba su vehículo para partir otra vez, solamente se limitó a saludarlo y decirle:

 _Amigo, no se té mucho rato ahí que eto aquí se ha pueto muy grimoso_

Las once de la noche se acercaban y el hombre de baja estatura y corazón tembloroso  recordaba que a esa hora Andrés había visto al muerto. Quiso correr, pero no se atrevía así que cuando la desesperación y el miedo lo inundaron, él solamente se dejó caer sentado en la acera y ocultó la cabeza entre sus piernas.

Cuando la campana comenzó a anunciar la hora, el asustado hombre escuchó los pasos de  alguien que caminaba hacia él. Su corazón se fue acelerando, se aceleró cada vez más y en cada paso que daba el desconocido el pecho se le apretaba un poco más.

Carlos entonces buscó en el suelo, manteniendo los ojos cerrados y descubrió una botella. La tomó y se paró de donde estaba sentado; mientras tanto el muerto se acercaba  cada vez más. En un momento el miedo lo impulsó y se lanzó sobre desconocido, cuando le vio directo a los ojos quiso correr pero las piernas le fallaron. Recordó la botella que tenía en la mano derecha y al propinarle un golpe al individuo del más allá, que cada vez estaba más cerca de él, le escuchó decir:

¡Estoy muerto…!

De momento el asustado hombre le pegó fuertemente en la cabeza al difunto el cual cayó de inmediato al suelo, Carlos entonces se le lanzó encima otra vez, portando en su mano derecha el cuello de la botella y mientras le golpeaba la cara con el objeto ahora punzante le decía:

 _ ¡Maldito muelto, yo a ti te mato!_

En un instante escuchó a alguien que lo llamó:

_ ¡Carlos!  ¡Carlos! ¡Deja ese hombre!

Se asustó tanto el despavorido hombre que clavó el cuello de la botella en la garganta del vagabundo justo cuando este decía:

 _ ¡Amigo, yo toy muerto de hambre, déme algo por favor!_

Con el último fonema de su lamento, dejó de respirar y pasó a ser realmente un muerto cuya alma constantemente está penando en la conciencia de todo el pueblo.   

FIN

jueves, 31 de agosto de 2017

EL CAMPESINO “EMBULLAO” (CUENTO)




El viejo “Simito” no se acostumbraba a la vida de la capital.  Tenía ya noventa años y constantemente dejaba su alma regresar al campo, donde se veía correteando detrás del ganado, como solía hacerlo cuando su vigor se lo permitía y su corazón aún latía como el de un caballo en pleno uso de sus fuerzas.
  
A través de unos espejuelos monumentales que descansaban sobre su nariz arrugada, se podían ver sus ojos enfocados en un punto indefinido. En ocasiones solía lucirlos sin la protección de los lentes e inmediatamente se le veía pestañar como quien no tolera ni siquiera las caricias de la brisa. Un par de lágrimas que le corría al contacto con el sol, recorría de prisa sus mejillas e hidrataba cada surco que los años habían labrado en su rostro.
  
Sus hijos no le permitieron ir al cementerio a despedir el cuerpo de su esposa. Daniel, el mayor, lo prohibió de manera contundente, aclarando que no era por hacerle maldad alguna al viejo, sino porque su presión arterial no estaba bien. Nunca se le dijo a Simito que estaba enfermo, jamás se le pidió opinión respecto a cosa alguna de su salud y ahora sus muchachos tampoco pensaban someter a su consideración la decisión de ir o no al campo santo.    

 Cuando la procesión salió de la funeraria, después de un velatorio de seis horas,  eran ya las dos de la tarde. El viudo  fue llevado a casa por un sobrino y allí quedó acompañado  de algunos vecinos y amigos que no se animaron a ir al entierro, hasta que sus retoños regresaron de entregar el cuerpo de doña Aminta a la voluntad de la tierra.

Mientras los familiares se lavaban las manos al regreso del cementerio y cada uno se acercaba a despedirse, él iba cada vez más sintiendo  la soledad.  Al ritmo del latido de su ya cansado corazón movía aquellos labios descoloridos y levantaba el brazo derecho como en cámara lenta para decir adiós, sin importar que en ocasiones ni siquiera alcanzara a identificar la voz y el rostro de quien le decía un “hasta luego” cargado de lástima y matizado por la pena que causó la muerte de la anciana.

Cuando la tarde entregaba su lugar a la noche, quedaron en la casa  algunos familiares más cercanos.  A alguien se le ocurrió preparar una sopa al anciano. Le ordenaron abandonar la silla que ocupaba en el balcón y trasladarse al  comedor para evitar que pescara algún resfriado transportado por el viento nada frío para los demás pero funestamente congelante para su cuerpo.

Después de un par de horas le  fue traído el caldo y  tomando la pesada cuchara se dispuso a  cenar, pero al colocar  las pupilas opacas en la vasija, fue invadido por miles de recuerdos. Aquella sopa le transportó a unos veinte años a tras, cuando al regresar de sus quehaceres su esposa le preparó un brebaje similar. Reprodujo el hombre de nueve décadas aquella voz melodiosa que lo llamó:

 – ¡Simito! Ven pa` quí que ya la sopa tá lita –

Para ese entonces ya no quedaban hijos en la casa pero no se sentía tan solo porque salía a tempranas horas y regresaba ya entrada la noche, tan cansado estaba regularmente que apenas cenaba y se iba a la cama para reiniciar la rutina al día siguiente. Ya no había pasiones carnales en su lecho pero disfrutaba cada noche la compañía de su amada. Le gustaba despertar en las madrugadas y escucharla  respirarle tan cerca del oído.

La tarde que permanecía estática en la mente del viejo era sin igual, no podía olvidar que cuando estaba listo para comer el caldo de gallina que “Doña Aminta” le había preparado, la dama le dijo:

–Mira Simito, puaquí vinién lo de la asociación y te daján dicho que ei vieine van a tenei una riunión dique pa` blai de uno empresario que quien comprai tó eta tierra pa` sei uno hotele_

El anciano quedó sin palabras y mientras la sopa que tenía en la cuchara se derramaba otra vez  en el plato, intentaba procesar todo lo que la doña le había comunicado sin malas intenciones pero con muy poco maquillaje. Pestañó largamente y con una aparente desilusión solamente atinó a decir:

¿Cuánto dirán eso peje a pagai poi nuetro sudoi? ¿Qué no dirán a ofrecei poi lo que queda de nuestra vida? E veidá que somo dei campo pero tengamo derecho a defendéi nuestra tierrita__Poique dime tú vieja: ¿Padonde vamo a cogéi? –

La esposa, sin saber siquiera de lo que hablaba le dijo:

–Ebarito” dijo dique que iban ha dai un millón de peso a lo que tienen un chin rendío como nojotro y que de la vaquita diban a vei lo que se hacía poique como no tá lloviendo tan flaquísima toita–

Simito no quiso terminar su caldo. Su esposa se sintió culpable pues pensó que era la responsable de la melancolía que había en el rostro. Le rogó en nombre de todos los santos para que comiera aquello que con tanta dedicación le preparó, pero el pobre viejo no quiso. Se dedicó a contemplar cada trozo de víveres que nadaba en el caldo y a pensar en que cada uno de ellos era hijo de sus tierras tan amadas.

Esa noche llegó de prisa y  Simito se fue a la cama un poco más temprano y cuando la “jumiadora”  lanzaba el último negror de su humo él se aferraba a su vieja como sabiendo que era lo único seguro que le quedaba en su efímera vida.
  
El anciano ignora completamente lo que pasó después porque como no sabía de números llamó a su hijo mayor para que fuese a la reunión. El vástago regresó del encuentro de campesinos y le comunicó que venderían toda la tierra y se irían a vivir a la capital. No preguntó si uno de los progenitores estaba de acuerdo, solamente habló por más de treinta minutos en un monólogo cuya retórica vacía buscaba afanosamente convencer a los hacendados de irse y olvidar todo aquello en lo que  habían derramado gota a gota el más valioso sudor. Les era menester sacar de sus mentes el lugar que vio a sus hijos corretear mientras disfrutaban de las frutas que gratuitamente les daban los árboles.

Al poco tiempo estaban en una casa de un barrio de la capital al que Simito y su esposa nunca intentaron adaptarse. Vieron como se agotaba el dinero que le dieron por sus tierras. Del ganado no supo jamás, de las aves que tenía en el corral nunca preguntó y  sobre los vecinos que corrieron su misma suerte jamás se habló. Solamente estaban limitados a cuidar  a los nietos y a jugar con ellos mientras comían lo que le daban, a la hora que quisiesen los demás y en la cantidad que la situación económica dispusiera.

El hijo mayor y su esposa debían trabajar para mantenerlos y nunca tenían tiempo para conversar. En ocasiones el viejo comenzaba a contarle alguna historia antiquísima  y era interrumpido con un bostezo que a todas luces evidenciaba que era ya hora de ir a dormir pues al otro día la faena sería dura.

El ruido de  un niño que correteaba hizo a Simito volver a la realidad y como movía sus labios, semejante al que sostiene una amena conversación, alguien comentó:

–Papá tá loco ya, míralo hablando solo–

Aunque el viejo trató de convencer a los demás  de que no hablaba sino que sus labios se movían solos a causa del frío que le causaba la corriente de aire que entraba por la ventana, quedó desconcertado cuando la esposa de su hijo intentó hacer a su marido razonar diciéndole:

–Déjalo que así es que él se siente bien, a lo mejor tá “embullao” pensando en su vieja–

Al escuchar el viejo aquellas palabras supo de una vez y por todas que, envuelto en su nostalgia incomprendida habría de pasar lo poco que le quedaba de vida. Tornó entonces su atención a la sopa y comenzó a  tomarla lentamente, como quien no tiene ni siquiera porqué terminar de prisa.
                        

FIN.

viernes, 25 de agosto de 2017

EL JUEVES SERÁ OTRO DÍA (CUENTO)

EL JUEVES SERÁ OTRO DÍA

En la pequeña sala de espera había como veinte personas mayores de setenta años. Dos o tres ocupaban las pocas sillas maltratadas que aún existían, los de más permanecían de pie. Una mesa en el centro de la casucha  servía de escritorio al joven apuesto que trabajaba como secretario del doctor. Al fondo estaba el único consultorio y justo a su lado, el baño, sin puerta, sucio y despidiendo un olor que a leguas anunciaba su mal estado.

Cada jueves estaba allí aquel grupo de ancianos. Iban en busca del único médico que llegaba al batey tan sólo una vez por semana. Los males eran los mismos: diabetes, artritis, asma… Así que el doctor los conocía casi a todos y les recetaba las mismas medicinas que nunca podían conseguir.

Los ancianos habían trabajado toda su vida en el corte de caña. Hombres y mujeres  dieron sus fuerzas al amargo cultivo de la planta dulce. A pesar de que sus manos ya les temblaban y sus ojos están apagados ellos anhelaban volver al trabajo, pero ya no había caña.

Eran casi las once de la mañana y el doctor no llegaba, pero los pacientes no parecían extrañados. El ambiente era completamente nauseabundo pero ninguno de ellos tenía cara de asco, y aunque las moscas se posaban en sus negros rostros ya arrugados no hubo uno que levantara la mano para espantarlas. Parecía que aquellos insectos llegaban oportunamente a realizar lo que los haitianos no habían hecho en sus casas por falta de agua potable.

El joven del escritorio se aburría de estar en nada, tomaba su teléfono celular para teclearlo por un momento, escuchaba música, iba al descuidado baño y el doctor no llegaba.

Cuando el cansancio se apoderó de los pacientes, los que estaban de pie simplemente se sentaron en el aquel piso sucio y  al cabo de unos minutos tanto los de las sillas como los del suelo estaban rendidos en un sueño que no duró ni media hora.

Ellos no conocían el significado de la palabra despensa así que nada comieron antes de salir de casa en las primeras horas de aquella mañana. El hambre comenzaba a crecer pero ellos no tenían dinero, además, no lo necesitarían porque los pocos colmados que quedaban todavía en el batey ofrecían solamente algo de arroz y habichuela para aquellos que contaban con la dicha de recibir algunos centavos de los hijos que habían emigrado a las ciudades cercanas en busca de oportunidades.

Cuando la tarde se hacía presente y el ardiente sol del batey comenzaba a enfurecerse el buen muchacho del escritorio levantó la cabeza y vio que por fin el doctor llegaba. Era un señor de unos cuarenta años que no tuvo éxito como médico de la ciudad y consiguió que el gobierno lo asignara a la plaza que dejó vacante el viejo galeno de sesenta años que murió de un infarto tres años atrás.

Como el  fuerte sonido del cansado automóvil del doctor corroboraba la noticia del joven, todos los ancianos obtuvieron fuerzas como llegadas del infierno, se convirtieron en animales salvajes y cada uno luchaba contra su semejante en la afanosa tarea de obtener uno de los primeros cinco lugares de la extensa fila que comenzaba a formarse frente a la estrecha puerta del consultorio.

El doctor entró cabizbajo y con su ropa descuidada. Parecía que había pasado largas horas reparando el viejo automóvil para poder trasladarse a su puesto de trabajo. Las suelas de sus zapatos estaban gastadas. Su cabeza necesitaba un corte de pelo y la correa que rodeaba su mediana cintura había perdido ya su color.

Cuando estuvo parado frente a sus pacientes no saludó a ninguno. Se limitó solamente a mirar por largo rato a cada uno de los que allí estaban. Se acercó a la libreta, leyó cada uno de los nombres que el muchacho había anotado, volvió a mirar las caras y, como relacionando cada nombre con su dueño, pegaba los ojos otra vez en la libreta para volverlos a quitar y fijarlos en las personas  de la hilera. Repitió este ejercicio tantas veces que ya parecía que el tiempo se detenía en aquel pequeño espacio.

Miró su reloj y  confirmó que el de la pared aún funcionaba. Eran las tres y treinta minutos. Parecía pensar  que en el batey hasta las baterías del reloj estaban hechas para soportar el peso de años de miseria.

El médico miró entonces  al joven y le hizo la señal acostumbrada y, cuando este se disponía llamar al primer paciente escuchó que su jefe le pedía un vaso de agua.

 –No doctor, no tenemos agua. El botellón está vacío.

–Pero ¿Por qué no has comprado agua si pasas todo el día en nada?–pregunto el galeno, evidentemente enojado.

Entonces el muchacho trató de quedarse callado para evitar una discusión con el ya amargo doctor, pero como insistía con su pregunta no tuvo más remedio que contestarle.

 –Tenía cinco días guardando cincuenta pesos para comprar el agua, pero en ningún colmado conseguí y esta mañana pasó el camión proveedor pero ya había tomado el dinero prestado para comprar un pan de maíz porque aún no me pagan el salario del mes pasado.

–Pues dame de la pluma– gritó el doctor
     –Lo siento, desde la semana pasada no llega el agua–volvió a contestar el joven.

Cuando la última palabra de la funesta cadena hablada salió de la boca del muchacho, el doctor dio un golpe violento en su polvoriento escritorio y, repleto de rabia gritó:

–Solamente voy a recibir a cinco pacientes.

Ante la resolución del médico la cansada fila se volvió un desastre. Otra vez se armó la lucha salvaje. Los trozos de palo que servía de bastones se convirtieron en cuernos, las cajas de diente se hicieron colmillos, las uñas negras y gastadas ocuparon el lugar de afiladas garras. Cada cuerpo era una pila de músculos listos para defender la única oportunidad de ser vistos por él médico del batey. El doctor y su asistente hicieron todos los esfuerzos del mundo por calmar la situación, pero nada parecía funcionar.

Cinco minutos duró la pelea pero todos pensaban que se trato de varias horas. Al final, la vieja camisa del doctor estaba rota por todas partes, el celular del joven se había hecho mil pedazos, el escritorio estaba con las patas hacia arriba y la puerta del consultorio casi respondía al llamado de la gravedad.

Cuando el último gozaba de un bien peleado primer lugar y el del centro disfrutaba la miel del segundo puesto, la ya provocada ira del profesional de la salud volvió a estallar:

–¡Maldito “haitianose!”  ¡El diablo los va chequear hoy! ¡Se me van todos de aquí!

Al momento un tumulto de palabras en español, y patuá estalló en el oído del doctor:

–Papá, nosotlo te epelé dende eta mañana. ¡Ayida no pol favol.

Pero ya estaba decidido. Como rápido se sudo la fiebre de la caña, se resolutó que aquel día no habría atenciones médicas. Cada uno de los ancianos comenzó a marcharse y, acercándose al enojado doctor le rogaban:

–Untame una poquita de alcolado aquí pol favol.

Pero él, cansado de todo aquello simplemente gritataba a todo pulmón

–¡Vallase maldito haitianose que no hay alcolado!

Y los pacientes, haciendo honor a su nombre sacudían la cabeza y  como en actitud automática se marchaban diciendo:

–El jueve va sé otlo día.


Fin



   

martes, 15 de agosto de 2017

EL INSOPORTABLE SONIDO DE LA MAQUINA


La máquina de escribir era ya vieja, pues el cuartel la había recibido en donación hacían más de treinta años, después que su antiguo dueño la usó por más dos lustros. Su teclado parecía encía de anciano pobre, puesto que había perdido más de la mitad de sus teclas. Cuando la usaban producía un desagradable “taqui taqui” que se escuchaba a lo lejos, pero su usuaria ya no se daba cuenta de ninguno de estos defectos porque ya habían construido una relación de varios años.

Tanto la máquina como la secretaria conocían de tantos casos que en ocasiones una a la otra parecía mirarse y a través de códigos indescifrables para los demás, comunicarse mutuamente su descontento sin remedio. Una y otra vez recordaban cuando tuvieron que llenar montones de papeles con informaciones falsas en relación a tantos presos que nunca supieron por qué fueron llevados a aquel lugar horrible.

Aquel día la secretaria y la vieja máquina producían su “taqui taqui”  tratando de escribir todo lo que ocurría en el pequeño cuartel viejo y descuidado acerca de  traer Julián, a quien habían traído esposado y casi arrastrado por dos agentes flacos, de ropa gastada, zapatos sucios  y labios tan cuarteados que parecían empeñados en anunciar al mundo sus muchos fatídicos días de hambre.

–Mi “señol”, no “jallamo” a su hombre pero le “trajimo” “ete” –se escuchó decir a una voz tan flaca como su dueño.

El oficial se levantó de la silla y sin preguntar nada, tomó los lentes que estaban en la vieja mesa que le servía de escritorio, se los colocó en la cara lánguida y cansada. Después de enfocar correctamente al preso mudó dos pasos y cuando estaba tan cerca de él que lo escuchaba respirar como mulo cansado le propinó una bofetada cuyo ruido ensordecedor se escuchó en todo por todo el entorno, dando la impresión de que competía con el sonido que producía la máquina.

La máquina dejó de sonar, pareció como si su usuaria no consideró necesario dejar constancia de la marca que estampó el oficial en la mejilla derecha del preso, quien pensaba calladamente en qué haría si no estuviese atado.

Después del breve silencio la secretaria quiso volver a escribir. El preso también intentó preguntar la razón de su arresto, pero el oficial volvió a darle un tremendo pescozón, solo que esta vez se escuchó mucho más fuerte que el ruido de la máquina. De nuevo la joven del sillón dejó de escribir. Ahora porque el viejo aparato se trabó y no daba ni para adelante ni para atrás. Quizás se trataba de otro de los códigos que empleaban ella y su usuaria.
Ese día Julián levantó temprano. Él anhelaba quedarse acostado un poco más porque era sábado, pero cuando los primeros rayos del sol comenzaron a besar las hojas de zinc de que estaba hecha su deteriorada vivienda, el calor se hizo insoportable y ya la cama se humedecía. Además, debía conseguir algo de dinero para dar de comer a su esposa y los cinco hijos de ambos.

Tan pronto sus pies se pusieron en contacto con el piso de tierra viva que le servía de alfombra frente a su catre reciclado, se enjuagó la boca de prisa, se humedeció la mano y la pasó por su cara, se vistió y  como a eso de las diez se dispuso salir. La esposa le dijo que esperara un rato para que comiera al menos un trozo de la yuca que sancochaban para el desayuno, pero él destapó el cardero y vio que aquel tubérculo lánguido que saltaba en una olla negra y abollada no alcanzaba ni siquiera para que su muchacha más pequeña desayunara con dignidad, se tomó un vaso de agua de la que quedaba en un galón sucio y con letras semiborradas que había en la mesa coja del cuarto de cocina  y se marchó.

Él tenía como cuarenta años y ya las piernas le roncaban cuando caminaba. Le habían comenzado a nacer cana, sus uñas estaban descuidadas y casi no sonreía. De lejos se podía ver que se trataba de un hombre que tan sólo trabajaba y nunca  tenía tiempo para el descanso que ya su cuerpo le reclamaba. Sus ojos siempre parecían estar mirando hacia lo infinito e indefinido, su nariz estaba llena de cicatrices a causa de habérsela estrujado tanto por la rinitis que le causaba el polvo de cemento con que había trabajado desde su temprana adolescencia.

Caminó como una hora bajo el sol que ya comenzaba a picarle y a irritarle los ojos. Llegó a la casa de José, un maestro constructor que le debía dinero de un trabajo que hicieron juntos. Al llegar al hogar del albañil no lo encontró, la esposa le informó que estaba de viaje y no pudo dejar el dinero. Allí la sirvienta estaba preparando un locrio cuyo olor llegó a las narices de Julián y él quiso que se le invite a comer y hasta manoseó su vientre en varias ocasiones, pero cuando recordó a sus hijos y esposa ya casi hambrientos, un nudo se instaló en su estómago y se marchó con tristeza y de prisa. Mientras se alejaba el olor de la comida se iba disipando y se mudaba a su mente la imagen de una de las partes de aquel pollo que hacía musarañas enterrado en el humeante arroz color naranja. El pecho se le comenzó a cerrar y vivió el dolor que experimenta un niño que ha perdido su juguete más precioso.

Ya eran casi las doce y Julián nada había comido. El vaso de agua que tomó en casa se había escapado por sus poros contaminados. Cuando sus piernas le empezaban a temblar y la cabeza lo hacía creer que el mundo giraba de prisa, se recostó de una verja cubierta por una sombra que proporcionaba un árbol de mango. Sintió náuseas pero no pudo vomitar porque nada tenía en el estómago. Recordó otra vez su casa, sus hijos, su esposa. Pensó en que era casi  la hora del almuerzo y no había nada para su familia comer. Le sonaron los gases que llevaba en el estómago, le corrió la sangre de prisa. Intentó volver a caminar y  otra vez la cabeza le dio vueltas. Entonces una espuma amarga y molesta le subió a la boca, la escupió y miró hacia arriba como quien eleva una plegaria a la deidad.
Fue entonces cuando se percató de que el árbol conservaba aún una fruta de las que parió y maduró no hacía mucho. El hambriento caminante pensó en sus principios una y otra vez. Intentó ignorar la voz infernal que le invitaba a ceder ante aquella dulce tentación, pero cuando la cabeza le bailó de nuevo no soportó más aquel mal estar.

Se despojó de un zapato de suela gastada y lo lanzó tímidamente hacia arriba. El calzado y la fruta cayeron del otro lado de la verja. Julián miró hacia todas partes y como no vio a nadie caminando por la desolada calle trepó y fue a caer junto al mango. Lo tomó, limpió el polvo que tenía y en un santiamén lo devoró, dejando la semilla blanca e insípida.
Cuando terminó de comer el mango se colocó el zapato y volvió a trepar para salir de aquella propiedad ajena, pero esta vez calló en la cama de una camioneta blanca con unas luces rojas y azules que constantemente giraban. Era la patrulla que perseguía al responsable de la muerte de un oficial que calló en un operativo policial.
Allí mismo tomaron a Julián y lo esposaron. Él no entendía nada y pedía explicación pero nadie se la daba. Dijeron que lo llevarían a él porque ya tenían mucha hambre para seguir buscando.

La esposa y los hijos del recién preso se paraban en la puerta y miraban la calle pero no veían llegar al padre de familia. Ya los niños lloraban y la esposa casi se desmayaba del hambre. El sol seguía ardiendo, el hambre de la familia continuaba arreciando y al preso lo conducían a una celda de las de atrás.

La máquina volvió sonar, esta vez  preparaban una nota de prensa para una hermosa joven de la prensa oficial que se apresuraba a alistar una noticia periodística titulada: “Apresan hombre mató agente policial en operativo”.

Ya Julián no podía escuchar el “taqui taqui” porque le habían propinado tantas bofetadas que tenía afectado el oído. Cerraba sus ojos, pensaba en su casa e imaginaba el rostro de su esposa cuando se enterase de lo que estaba pasando.

El día seguía corriendo, la tarde llegaba, el pueblo seguía su curso, el oficial se levantaba de su vieja silla  y con orgullo respondía preguntas sobre la buena captura que realizaron sus hombres. La máquina seguía sonando, la secretaria y ella seguían hablando y la familia de Julián seguía esperando…

Fin