_sí,
yo lo vi_ Afirmó Luís mientras bebía un trago de la botella que Sacó de uno de
los bolsillos traseros de su gastado pantalón fuerte azul. Manolo, el dueño del
colmado en el que el hombre de unos sesenta años de edad permanecía sentado, se
negaba a creer aquello que le contaba su viejo amigo.
_No
sea tan pendejo, no siga creyendo tó la vaina que lo muelto no salen_ decía una
y otra vez. _Eso son “cuentue vieja” pa
entretené a lo nieto desinquieto_ concluyó el incrédulo.
En
ese mismo instante entraron a la pulpería el doctor Andrés y don Carlos,
el primero, por años había acompañado a
Luís en sus fiestas y bebidas, amén de que era conocido en el pueblo como un
exitoso abogado y el segundo apenas tenía unos meses de haber llegado a la
ciudad a trabajar como maestro en una escuela pública.
No bien afirmaron las nalgas en un banquillo los recién
llegados cuando se hicieron
partícipes activos de la conversación.
El primero en hacer algún aporte fue el hombre de leyes:
_La gente de
ahora no quiere creer en nada. Yo
recuerdo que una noche de estas caminaba por ese pedacito de calle que hay
entre la iglesia Santa Rosa y el ayuntamiento. Era justo cuando la campana del
parque comenzaba a anunciar las once de la noche. Yo les
digo a ustedes que la que éste que está aquí pasó no fue una cosa cualquiera.
Se fue la luz y en el instante mismo del apagón escuché a alguien caminando
detrás de mí. ¡Anda el diablo pero que cosa que caminaba duro! Miré a la
derecha y a la izquierda y no vi ni un alma, así que aliviané los pies y
comencé a caminar rápido, pero mientras más rápido caminaba, con más prisa lo
hacía quien me perseguía. Lo peor de todo fue cuando oí que me llamaron clarito
por mi nombre y como ya sabía que no tenía posibilidad de quedar vivo miré para
atrás y no quieran ustedes Saber lo que vi, ¡Qué cosa más espantosa! Si eso no
era un muerto yo me quito mi nombre. La suerte que yo me acordé que mi abuela
siempre usaba el Padrenuestro para espantar las brujas. Comencé a rezar con los
ojos completamente cerrados y cuando le había dado como cinco vueltas a la
oración abrí los ojos. ¡Óiganme! yo no sé que se hizo el muerto, lo único que
sé es que ya no había nada_
Para
cuando Andrés hubo acabado su relato ya se había llenado el espacio de toda
suerte de personas que fueron atraídas por aquella terrorífica historia y al
instante el maestro de escuela exteriorizó la incredulidad que lo embargaba
respecto a lo contado por su amigo:
_Miren,
no estén creyendo cosas. Los muertos no salen. Yo soy un hombre católico y el sacerdote de siempre dice que los del
más allá no tienen nada que buscar entre los vivos y yo añado a eso que si
acaso algún difunto llega a aparecer frente a nosotros nada puede hacernos_
Pareció
a la multitud que la intervención del profesional de las aulas era lo más
lógico que se había escuchado desde que comenzó a correr el rumor del difunto
que aparecía en el parque y que según algunos, en cada aparición asustaba a sus
testigos afirmando que estaba ya muerto.
En el público había una señora cuyo nombre
nunca ha trascendido. Vestía ella una falda negra tan larga que hacía imposible
que alguien descubra el color o la forma de sus piernas y una blusa blanca de
mangas largas abotonada hasta el cuello. Era raro verla sin un pañuelo morado
atado cubriendo su cabeza y casi todos coincidían en que comenzó a vestirse así
desde que quedó viuda cinco años a tras cuando todavía vivía en San Juan.
No se
le conocían hijos u otros familiares,
sin embargo una gran parte de las personas más respetuosas afirmaban que la
dama se dedicaba a leer las cartas, las manos y la taza del café. Algunos
aseguraban que había predicho la muerte del gobernador provincial ocho meses
antes y que el senador la visitó cuando andaba en busca de los votos que luego
lo llevaron al congreso.
Al
acercarse a la multitud, no solamente afirmó que lo del muerto era verdad sino
que hasta dijo saber cómo se llamó en vida y de qué forma se convirtió en un
ser del más allá. . La gente le abrió un espacio y ella, como quien es invitada
a dictar una cátedra a un grupo de estudiantes, comenzó a caminar hacia el
centro mientras decía:
_Ese
hombre era un haitiano que de los que vendían en la acera de la iglesia. Se
llamaba Jean Baptiste pero al cruzar la frontera comenzó a hacerse llamar Juan.
Me dice una amiga mía que vive por esos alrededores que un día él sufrió un
accidente cruzando hacia el parque. Supuestamente él llevaba una caja de maníes
y cuando calló al suelo todo el mundo le fue encima. Todo el que estaba por ahí
comió maní ese día. No se sabe si murió por el accidente o por la avalancha de
personas que le fueron encima en busca de la mercancía y los pesitos que había hecho. Desde ese día su
alma anda penando. Mucha gante dice que lo ha visto camino al parque, otros se
han topado con él llegando al mercado viejo y otros lo han visto en el patio de
la iglesia_
Mientras
cada individuo de la multitud sentía como si el corazón luchaba por saltarle
del pecho, la mujer toco al doctor Andrés en los hombros en señal de que le
cediera el asiento que ocupaba. El jurista quiso interrumpir para contar otro
testimonio al respecto pues pensó que la doña le pedía algún refuerzo, pero
ella, como quien está más que segura de lo que cuenta, lo empujó de la silla
con la nalga izquierda y continuó:
_Esta
que está aquí ha visto ese muerto con estos ojos que se van a comer la tierra.
Yo lo vi hace ya unos meses cuando celebraban las fiestas patronales en honor a
Santa Rosa de Lima. Estaba sentado en un banco del parque como a eso de las doce de la noche cuando ya todo el
mundo se estaba yendo para su casa. Recuerdo que cuando vi ese caballero
vestido de blanco, en seguida comencé a
rezar y fueron tan poderosos mis ruegos que le pasé por el lado y no se pudo ni
mover de su asiento, después que dejé de rezar lo escuché voceando “toy muerto
y tengo calambre”, “toy muerto y tengo calambre” y entonces yo le contesté “Vete al infierno
alma en pena que los de aquí en la tierra no puedan drenar tus venas”_
Cuando
la señora terminó su historia eran ya las ocho de la noche y estaba muy oscuro.
Carlos miró su reloj y creyó que le era prudente partir antes de que se haga
muy tarde. Todos se morían de miedo, así que se fueron uno por uno y sin
pronunciar muchas palabras.
Carlos
llegó a su casa cerca de las nueve de la
noche y su hija mayor le dijo que su madre había llamado hacía unos cinco
minutos para que la fuera a recoger frente al edificio del ayuntamiento, pues,
el chofer del hotel en que trabajaba como gerente de recursos humanos,
solamente podían llevarla hasta ese punto.
El
hombre se había mostrado escéptico respecto al asunto del muerto, pero después
de escuchar tantas historias sobre el mismo asunto terminó dejándole al pueblo
el beneficio de la duda Quiso cavar en
tierra con los ojos, no dijo nada pero buscó dentro de sí algún argumento de
los que había usado para rebatir aquello desde que lo escuchó pero nada encontró
en su mente. Tenía la cabeza increíblemente vacía y el corazón latiendo a
millón. Sin embargo era necesario ir a recoger a su esposa al mismo lugar que,
según se decía, era escenario del difunto.
Se
fue Carlos caminando lentamente al lugar. De camino solamente traía a la mente
la escena del encuentro que tuvo Andrés con el muerto. Pensaba en qué haría
cuando se encuentren porque _ decía_ seguramente lo veré, pues, si todos lo han
visto, lo más seguro es que yo no me salve.
Cuando
llegó al lugar, la campana anunciaba las diez de la noche, su esposa no
llegaba, el ambiente era solitario, se fue la luz y él comenzó a desesperarse.
Cruzó unas seis veces hacia el parque para luego regresar al lugar de espera.
En
ese momento llegó un chofer de los que transportan personas a la capital y
Carlos quiso aprovechar su compañía, pero cuando intentó acercarse ya el
conductor abordaba su vehículo para partir otra vez, solamente se limitó a
saludarlo y decirle:
_Amigo, no se té mucho rato ahí que eto aquí
se ha pueto muy grimoso_
Las
once de la noche se acercaban y el hombre de baja estatura y corazón tembloroso recordaba que a esa hora Andrés había visto
al muerto. Quiso correr, pero no se atrevía así que cuando la desesperación y
el miedo lo inundaron, él solamente se dejó caer sentado en la acera y ocultó
la cabeza entre sus piernas.
Cuando
la campana comenzó a anunciar la hora, el asustado hombre escuchó los pasos
de alguien que caminaba hacia él. Su
corazón se fue acelerando, se aceleró cada vez más y en cada paso que daba el
desconocido el pecho se le apretaba un poco más.
Carlos
entonces buscó en el suelo, manteniendo los ojos cerrados y descubrió una
botella. La tomó y se paró de donde estaba sentado; mientras tanto el muerto se
acercaba cada vez más. En un momento el
miedo lo impulsó y se lanzó sobre desconocido, cuando le vio directo a los ojos
quiso correr pero las piernas le fallaron. Recordó la botella que tenía en la
mano derecha y al propinarle un golpe al individuo del más allá, que cada vez
estaba más cerca de él, le escuchó decir:
¡Estoy
muerto…!
De
momento el asustado hombre le pegó fuertemente en la cabeza al difunto el cual
cayó de inmediato al suelo, Carlos entonces se le lanzó encima otra vez,
portando en su mano derecha el cuello de la botella y mientras le golpeaba la
cara con el objeto ahora punzante le decía:
_ ¡Maldito muelto, yo a ti te mato!_
En un
instante escuchó a alguien que lo llamó:
_
¡Carlos! ¡Carlos! ¡Deja ese hombre!
Se
asustó tanto el despavorido hombre que clavó el cuello de la botella en la
garganta del vagabundo justo cuando este decía:
_ ¡Amigo, yo toy
muerto de hambre, déme algo por favor!_
Con
el último fonema de su lamento, dejó de respirar y pasó a ser realmente un
muerto cuya alma constantemente está penando en la conciencia de todo el pueblo.
FIN