El
viejo “Simito” no se acostumbraba a la vida de la capital. Tenía ya noventa años y constantemente dejaba
su alma regresar al campo, donde se veía correteando detrás del ganado, como
solía hacerlo cuando su vigor se lo permitía y su corazón aún latía como el de
un caballo en pleno uso de sus fuerzas.
A
través de unos espejuelos monumentales que descansaban sobre su nariz arrugada,
se podían ver sus ojos enfocados en un punto indefinido. En ocasiones solía
lucirlos sin la protección de los lentes e inmediatamente se le veía pestañar como
quien no tolera ni siquiera las caricias de la brisa. Un par de lágrimas que le
corría al contacto con el sol, recorría de prisa sus mejillas e hidrataba cada
surco que los años habían labrado en su rostro.
Sus
hijos no le permitieron ir al cementerio a despedir el cuerpo de su esposa.
Daniel, el mayor, lo prohibió de manera contundente, aclarando que no era por
hacerle maldad alguna al viejo, sino porque su presión arterial no estaba bien.
Nunca se le dijo a Simito que estaba enfermo, jamás se le pidió opinión
respecto a cosa alguna de su salud y ahora sus muchachos tampoco pensaban
someter a su consideración la decisión de ir o no al campo santo.
Cuando la procesión salió de la funeraria,
después de un velatorio de seis horas, eran ya las dos de la tarde. El viudo fue llevado a casa por un sobrino y allí
quedó acompañado de algunos vecinos y
amigos que no se animaron a ir al entierro, hasta que sus retoños regresaron de
entregar el cuerpo de doña Aminta a la voluntad de la tierra.
Mientras
los familiares se lavaban las manos al regreso del cementerio y cada uno se
acercaba a despedirse, él iba cada vez más sintiendo la soledad.
Al ritmo del latido de su ya cansado corazón movía aquellos labios
descoloridos y levantaba el brazo derecho como en cámara lenta para decir
adiós, sin importar que en ocasiones ni siquiera alcanzara a identificar la voz
y el rostro de quien le decía un “hasta luego” cargado de lástima y matizado
por la pena que causó la muerte de la anciana.
Cuando
la tarde entregaba su lugar a la noche, quedaron en la casa algunos familiares más cercanos. A alguien se le ocurrió preparar una sopa al
anciano. Le ordenaron abandonar la silla que ocupaba en el balcón y trasladarse
al comedor para evitar que pescara algún
resfriado transportado por el viento nada frío para los demás pero funestamente
congelante para su cuerpo.
Después
de un par de horas le fue traído el
caldo y tomando la pesada cuchara se
dispuso a cenar, pero al colocar las pupilas opacas en la vasija, fue invadido
por miles de recuerdos. Aquella sopa le transportó a unos veinte años a tras, cuando
al regresar de sus quehaceres su esposa le preparó un brebaje similar. Reprodujo
el hombre de nueve décadas aquella voz melodiosa que lo llamó:
– ¡Simito! Ven pa` quí que ya la sopa tá lita –
Para
ese entonces ya no quedaban hijos en la casa pero no se sentía tan solo porque
salía a tempranas horas y regresaba ya entrada la noche, tan cansado estaba
regularmente que apenas cenaba y se iba a la cama para reiniciar la rutina al
día siguiente. Ya no había pasiones carnales en su lecho pero disfrutaba cada
noche la compañía de su amada. Le gustaba despertar en las madrugadas y
escucharla respirarle tan cerca del
oído.
La
tarde que permanecía estática en la mente del viejo era sin igual, no podía
olvidar que cuando estaba listo para comer el caldo de gallina que “Doña
Aminta” le había preparado, la dama le dijo:
–Mira
Simito, puaquí vinién lo de la asociación y te daján dicho que ei vieine van a
tenei una riunión dique pa` blai de uno empresario que quien comprai tó eta
tierra pa` sei uno hotele_
El
anciano quedó sin palabras y mientras la sopa que tenía en la cuchara se
derramaba otra vez en el plato, intentaba
procesar todo lo que la doña le había comunicado sin malas intenciones pero con
muy poco maquillaje. Pestañó largamente y con una aparente desilusión solamente
atinó a decir:
– ¿Cuánto
dirán eso peje a pagai poi nuetro sudoi? ¿Qué no dirán a ofrecei poi lo que
queda de nuestra vida? E veidá que somo dei campo pero tengamo derecho a
defendéi nuestra tierrita__Poique dime tú vieja: ¿Padonde vamo a cogéi? –
La
esposa, sin saber siquiera de lo que hablaba le dijo:
–Ebarito”
dijo dique que iban ha dai un millón de peso a lo que tienen un chin rendío
como nojotro y que de la vaquita diban a vei lo que se hacía poique como no tá
lloviendo tan flaquísima toita–
Simito
no quiso terminar su caldo. Su esposa se sintió culpable pues pensó que era la
responsable de la melancolía que había en el rostro. Le rogó en nombre de todos
los santos para que comiera aquello que con tanta dedicación le preparó, pero
el pobre viejo no quiso. Se dedicó a contemplar cada trozo de víveres que
nadaba en el caldo y a pensar en que cada uno de ellos era hijo de sus tierras
tan amadas.
Esa
noche llegó de prisa y Simito se fue a
la cama un poco más temprano y cuando la “jumiadora” lanzaba el último negror de su humo él se
aferraba a su vieja como sabiendo que era lo único seguro que le quedaba en su
efímera vida.
El
anciano ignora completamente lo que pasó después porque como no sabía de
números llamó a su hijo mayor para que fuese a la reunión. El vástago regresó
del encuentro de campesinos y le comunicó que venderían toda la tierra y se
irían a vivir a la capital. No preguntó si uno de los progenitores estaba de
acuerdo, solamente habló por más de treinta minutos en un monólogo cuya
retórica vacía buscaba afanosamente convencer a los hacendados de irse y olvidar
todo aquello en lo que habían derramado
gota a gota el más valioso sudor. Les era menester sacar de sus mentes el lugar
que vio a sus hijos corretear mientras disfrutaban de las frutas que
gratuitamente les daban los árboles.
Al
poco tiempo estaban en una casa de un barrio de la capital al que Simito y su
esposa nunca intentaron adaptarse. Vieron como se agotaba el dinero que le
dieron por sus tierras. Del ganado no supo jamás, de las aves que tenía en el
corral nunca preguntó y sobre los
vecinos que corrieron su misma suerte jamás se habló. Solamente estaban
limitados a cuidar a los nietos y a jugar
con ellos mientras comían lo que le daban, a la hora que quisiesen los demás y
en la cantidad que la situación económica dispusiera.
El
hijo mayor y su esposa debían trabajar para mantenerlos y nunca tenían tiempo
para conversar. En ocasiones el viejo comenzaba a contarle alguna historia
antiquísima y era interrumpido con un
bostezo que a todas luces evidenciaba que era ya hora de ir a dormir pues al
otro día la faena sería dura.
El
ruido de un niño que correteaba hizo a
Simito volver a la realidad y como movía sus labios, semejante al que sostiene
una amena conversación, alguien comentó:
–Papá
tá loco ya, míralo hablando solo–
Aunque
el viejo trató de convencer a los demás
de que no hablaba sino que sus labios se movían solos a causa del frío
que le causaba la corriente de aire que entraba por la ventana, quedó
desconcertado cuando la esposa de su hijo intentó hacer a su marido razonar
diciéndole:
–Déjalo
que así es que él se siente bien, a lo mejor tá “embullao” pensando en su vieja–
Al
escuchar el viejo aquellas palabras supo de una vez y por todas que, envuelto
en su nostalgia incomprendida habría de pasar lo poco que le quedaba de vida.
Tornó entonces su atención a la sopa y comenzó a tomarla lentamente, como quien no tiene ni
siquiera porqué terminar de prisa.
FIN.
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